Al dejar la infancia nos topamos con el espejo, nos miramos con una curiosidad enorme y acabamos por descubrir que o somos feas o bellas. Y peor aun, comienza el peregrinar de la comparación con los demás.
Ya vemos con más claridad los defectos que tenemos o sentimos, y que serán la fortaleza de nuestra estima, o lo contrario el comienzo de la penosa sensación de ser fea.
Ese espejo del baño, se despleza rápidamente a la mirada de los demás, ahora es buscar la verdad en las opiniones de los otros. Confirmar lo que he descubierto frente a mi misma. O en el peor de los casos, encontrarme con novedades que yo misma no había visto, o querido ver.
En esos primeros momentos, frescos e inocentes de la naciente adolescencia, dejan una huella sustancial de si opto por sentirme bella o fea, y al paso que también decides quiénes a tu alrededor también lo son.